Luz en la oscuridad

- Fíjate bien y dime lo que ves. – Dijo Leo antes de seguir comiendo frescos trozos de sandia

Su hermana Ana disfrutaba de la fruta de igual manera. El tejado aun estaba caliente por todo el sol que le había estado dando durante el día pero ahora de noche, a la fresca, era una delicia poder estar allí. Ana le hizo caso, estaba contenta por recibir de nuevo la atención de su hermano. Durante todo julio Leo solo había estado pendiente de su novia María. Ana sentía como si no lo hubiera visto en todo este tiempo. A pesar de tener a su amiga Paula en demasiadas ocasiones se sentía sola. En algún momento él se había hecho mayor y ella no se había dado cuenta. Echaba de menos los veranos en los que todos eran una pandilla.

La idea de tomar el postre de la cena en el tejado era cosa de Leo. Todo el día había estado hablando  de la casa abandonada. Estaba muy interesado en que ella la mirase desde allí arriba. No estaba lejos, pero tampoco cerca, y a la luz de las estrellas el paisaje de los campos era una fotografía de grises y azules oscuros casi negros. Un súbito resplandor verde la sorprendió.

-¡Lo ves!¡Lo ves!- Leo grito junto al oído de su hermana. Al incorporarse de forma brusca se le cayeron varios trozos de sandia. El desagradable sonido que hizo la fruta al chafarse contra el suelo acallo por un momento a los grillos.

Una sonrisa asomaba a los labios de Ana mientras escudriñaba tras la densa pinada que había al final del sendero de piedras, allí donde estaba la vieja casa deshabitada. Una luz verdosa brillaba justo donde se encontraba.

- ¿Avisamos a mama? – Pregunto Ana.

- ¿Estas loca? – Replico su hermano.- ¡Vamos allí a investigar!- Engullendo la fruta que le quedaba, Leo bajo del tejado a toda prisa. Con la boca llena urgía a su hermana a que hiciera lo mismo.

Avisaron a sus padres de que irían a echar la basura al contenedor y que se entretendrían hablando con María y Paula. Recogieron las bolsas y se montaron en las bicicletas. Bajaron por el camino a toda velocidad. En el cruce de caminos, donde los contenedores, no había nadie ya era bastante tarde. Al volver por el camino no siguieron la dirección de su casa, en lugar de ello tomaron el camino de piedras que conducía a la casa abandonada.

En plena noche su aspecto era mucho mas siniestro que la ruina que se apreciaba a la luz del día. La poca pintura que le quedaba era tan frágil y quebradiza como la piel de un cadáver momificado. Cada una de las oscurísimas oquedades que taladraban el ruinoso edificio eran como las inmisericordes cuencas de cráneos de terribles esqueletos.

Los hermanos intercambiaron una mirada con las sienes latiéndoles. Dejaron las bicicletas en el suelo. Sus manos se entrelazaron como hacia una eternidad no lo hacían. Postigos podridos y alfeizares ruinosos enmarcaban la luz que venia del piso superior. La docena de pasos que los separaba de la entrada les parecieron un centenar. La luz de la linterna de sus móviles apenas despejaban la oscuridad que se enseñoreaba de casi todo el edificio. Dentro de la casa abandonada los restos irreconocibles de muebles u otras cosas desconocidas despuntaban como las costillas de animales muertos y podridos. Las telas de araña se enganchaban a estos restos y a las malas hierbas que crecían en el interior del salón.

Frente a la escalera los hermanos, en un lenguaje mudo, no se decidían a quien subiría primero. Leo tenia puesta en el rostro su mejor cara de susto. Ana sonrió imperceptiblemente y puso un pie sobre el primero de los rotos escalones. Uno tras otro los fue subiendo, su hermano jadeaba detrás de ella. El suelo del piso superior estaba cubierto de cascotes del techo. Apenas quedaba tejado que cubriese del cielo estrellado. Un azul de marino profundo en contraste con el negror que sumía a tres de los umbrales del pasillo superior en las tinieblas. Hacia décadas que todas las puertas de esa casa habían desaparecido. La inusitada luz emanaba del umbral que hacia cuatro. Una araña grande y pálida estaba enganchada en el podrido marco iluminado. Se movió pero no como una araña, era una mano. Tras ella se asomo un grotesco rostro brillante. Ana grito todo lo fuerte que pudo, hizo grandes aspavientos y bajo las escaleras muy deprisa  pero manteniendo cierto cuidado. Leo se tapo la boca con los ojos bien abiertos. Cuando vio a su hermana salir de la casa pudo reírse a gusto. María, su novia, apago la potente linterna que sostenía reuniéndose con él. Al quitarse la mascara de goma no parecía tan alegre como Leo.

- Me parece que como broma nos hemos pasado.- Dijo.

Leo se doblaba sujetándose la barriga. Se reía como un loco. Quiso enumerar de nuevo los motivos por lo que habían hecho esto pero la risa no le dejaba hablar.

Un tremendo golpe provoco un estremecimiento en toda la casa. El polvo se removió y cayeron unos trozos del escaso tejado que quedaba. Leo y María escucharon un potente lamento inhumano. Presas del pánico bajaron las escaleras a zancadas y saltos gritando de terror. Salieron de la casa corriendo como no lo habían hecho en sus vidas.

Ana les vio pasar desde detrás de los pinos. Volvió a la casa y aviso a su amiga Paula. Salio de su escondite y se reunió con ella. Tenia la careta y linterna que había soltado María y un altavoz portátil.

- Ha salido perfecto. Aunque casi se cae la casa abajo cuando solté la piedra- Dijo Paula.

- Tuvimos suerte de que escuchases ayer a esos dos preparando la broma para mi. Donde las dan las toman.- Sentencio Ana.

- ¿Les dirás que fue cosa nuestra?

- Depende de cómo se desarrolle el resto del verano.

 

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